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Morimos jóvenes, eso dice una canción, y probablemente tenga razón –digo yo en algunos de mis pensamientos trasnochados- porque nuestras almas dejan sus templos, la rutina, la desesperanza y la compañía efímera de aquellos que tarde o temprano nos traicionan, devastan la esencia, aquella que se enfrenta al mundo sin oportunidad de sobrevivir.

Por qué no intentaste ser la oveja negra que buscaba su propio rumbo, por qué no te arriesgaste a ser, no quisiste ver más allá de tus propios poros, no utilizaste tus manos para tocar el cielo, para sentir la vida, esa que tu mismo convertiste en una tormenta en la que poco a poco te ahogaste.

Aquí estás ahora, sin espíritu, sin ilusiones, si es que alguna vez las tuviste. Te dejaste llevar por la miseria de la que creíste no poder salir.
Callado y taciturno, así te recuerdo, de la misma forma que te fuiste, alejándote con tu alma silenciosa, sin más ruido que el de tu último suspiro deslizándose a través de tus labios blanquecinos, esos que pocas veces sintieron el sabor de una palabra.

Todavía puedo ver tu alma dentro de estas cuatro paredes que parecen cerrarse ante mí, mientras las gotas rojas de tu ser todavía calientes, pasean alrededor de mis pies desnudos. Aunque parte de mi lo presentía, era difícil de creer, que pudieras abandonarte, que tuvieras las fuerzas para morir que no tuviste para sobrevivir.

Puedo sentir tu calor, mientras se esfuma suavemente como el triste olor de las rosas secas, y tus pasos, siempre lentos pisando sus propias huellas, mientras susurras palabras a mi oído que nunca podré escuchar, pues no quiero hacerlo.

Morimos jóvenes...antes de nuestro tiempo, antes de sentirnos completos, si es que eso algún día sucede, aún en vida, muchos mueren, pero tú…tú lo hiciste a tiempo.